miércoles, 23 de julio de 2008

Se p a r a c i ó n




Todo en esta vida
Es separación…

Se separa el hijo de la madre
En un ritual doloroso
Entre gritos y llantos
Que sangran
Llamado parto

Y duele…
La mutilación de lo que fue una sola cosa
Para convertirse en dos

Como ese espacio que se abre
Al desollar la piel del venado
Viva, palpitante
Que inicia en la cabeza
Y termina con el fin de su cuerpo

Cómo esa línea
Que rompe
La continúa planicie de un vientre
Haciéndolo desventurado

Como a la vaina
Que rasgada por la mitad
Le arrancan su poderosa esencia
Y sin piedad la desechan

Si
Todo en este mundo
Es separación…

Se separan las palabras para discernirlas
Para encausarlas
Para darles un justo valor
Y así t a n s e p a r a d a s
D i c e n t a n t o
Y d i c e n n a d a

D i c e n t o d o
Dicen ¡Adiós!

Se separan los fallidos sueños
De las cabezas blancas
Y escuálidos huesos

Se separa la memoria
Lentamente sale
Sin ruido
Sin prisa
Se le escapa uno a uno
Los recuerdos

Y se les ve volando
Como mariposas negras
Sobre la frente surcada
De hombres y mujeres viejos

Pero se separan
Siempre se van
Aun en el instante mismo de la muerte

Y es esa muerte lenta
Lo que ahora mismo me queda

Estoy Putrefacta
Desollada
Herida

Así me quedo sin ti
Separada de mí esencia
Como en el momento mismo de mi nacimiento
Y con el llanto del mundo a cuestas

lunes, 7 de julio de 2008

Papelera de reciclaje


ACABO DE BORRAR:
archivos de power point
correos

conversaciones
fotos.


¡Todo se fue a la basura!

Los eliminé de mi computadora... y de mi vida.

Cuahucuicatl. (poesía Náhuatl)

Humberto Tehuacatl Cuaquehua


Cuahucuicatl

Motecpana cuahuyotl,
motecpana xihume;
in nelhuayo quitemo in peyo
¿oncatlye contemo?
¿ye nemiliztl ye miquiliztl?

In nelhua conteno miquilyo;
in xoch in izhua neyo nemilyo
tlanye moteeezcahuia intla tlatlalyo.

Acyehuan concuica nelyo micnenyo

Acyehuan concuica nelyo yolnemitl

Yehuan onmoxochtlalia ipan tlaltzintli

¿on tleca?

oc tal ipa manenemi nehnemilyo
tlan ipan contohtoca miquiliztli

In yolli miquiliztli monotza,
onmonelohuan mah onmohuetzcatia
Imitica cuahuyo.

Yehuan momatlaxcalhuia ica in izhua;
tlan ica ompehuaz mitotilyo in cuica
cuahuyo.

(Traducción)

Canto de los Árboles

Se enfilan los árboles,
se encaminan las plantas;
sus raíces buscan el comienzo
¿cuál comienzo buscan?
¿será la vida o la muerte?

Sus raíces buscan la muerte profunda;
flores y hojas buscan la vida profunda;
que se refleja en el mundo-fuego.

En verdad ellos cantan el viaje de la vida,

Así, ellos se ofrecen en la tierra,
¿para qué?
para que camine la vida
correteando a la muerte.

La vida y la muerte se llaman,
y se juntan para hacerse reír
en medio de la profundidad de los árboles

ellos aplauden con sus hojas;
así comienza la danza
y el canto de los árboles.

Humberto Tehuacatl Cuaquehua. Médico tradicional indígena náhuatl; asociado fundador de Escritores en Lenguas indígenas, A.C.; socio activo de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística; fundador del Consultorio de Medicina Tradicional "Quetzalpapalotl" y del Centro de Estudios Integrales y Formación Comunitaria "Caltepetlahtocan", A.C.

Tomado de la revista Enlace Nueva Época, año 3, Número 2


sábado, 5 de julio de 2008

Una dosis de chiquitolina


¿Por qué no soy cómo mi hija?

Siempre he sido una ridícula: Todo lo que significa despedida, dejar atrás, adioses y transición me humedece los ojos.

Kelsy terminó la secundaria. La ceremonia comenzó a las ocho de la mañana en punto. En la escuela flotaba el bullicio alegre de las alumnas que hoy concluían el ciclo escolar y empezaban sus tan ansiadas vacaciones de verano.

El programa: palabras de bienvenida por parte de la directora, entrega de diplomas a los promedios más altos y uno que otro reconocimiento para profesores. Hasta ahí, todo bien.

Las alumnas de primer año comandadas por el maestro de español recitaron una poesía rimada, de esas que tanto le disgustan a Teodoro Villegas pues afirma: “Esas recitaciones” son las culpables de que no avance la poesía en México.

Sin embargo, esas rimas decadentes, las canchas de básquetbol con su olor a tierra mojada y los aplausos y gritos estudiantiles me achicaron hasta el metro cuarenta y nueve de estatura, como al chapulín colorado con sus pastillas de chiquitolina. En esa involución permanecí por dos horas y media.

El final se acerca ya
lo esperaré serenamente
ya ves que yo he sido así
te lo diré sinceramente
viví la inmensidad
sin conocer jamás fronteras
jugué sin descansar y
a mi manera.

Con las guitarras un poco desafinadas y cuatro voces niñas, interpretaron el tema las de segundo grado. Caras desencajadas de las estudiantes de tercero: la canción expiraba cómo su estadía en la secundaría.

Yo fui cada uno de esos rostros adolescentes y estuve en cada abrazo apretado que se presiente como último. Los conozco bien. Es esa sensación de tener los pulmones desinflados y el diafragma paralizado, como cuando te dan un balonazo muy fuerte en el pecho.

Así se siente, sabes que no volverás a ver a alguien muy querido y con quien compartiste un tramo de tu vida.

Lo supe cuando me despedí de mi padre para no volverlo a ver jamás. Para ser exacta, fue un mes antes de terminar la primaria. ¿Qué no es lo mismo?, lo sé; lo dije al principio: lloro ridículamente con las despedidas.

Tal vez lloré, tal vez reí
tal vez gané o tal vez perdí
ahora sé que fui feliz
que si lloré también amé
puedo seguir hasta el final
a mi manera.

Cada fin supone un comienzo. A mi manera lo fui aprendiendo a los once años.

Una niña de tercero fue obligada por última vez a subirse las calcetas blancas hasta las rodillas. Su asesora le diría algo al oído, pues la niña también se bajo las mangas del suéter y se puso en firmes.

Entonces recordé la última vez que vestí de falda blanca tableada, el suéter verde con tres franjas grises en el brazo derecho y mis zapatos negros raspados de la punta; eso sí, muy bien boleados.

Finalicé la secundaria y comencé otra vida en un apartamento nuevo –medio viejo- y con la familia paterna toda muerta (o nosotros muertos para ellos, da igual la pérdida). Esa vez, sin abrazos y con el estómago lleno de lágrimas.

Puedo seguir hasta el final
Y a mi manera.

Al terminar el coro y como si estuviéramos en el concierto de Madonna: gritos hasta el desgañote, euforia, estruendosos aplausos; aproveché el alboroto para abanicar mis ojos y esconder la curva de mis labios hacia el suelo.

Siguió el emotivo cambio de escolta y la clausura oficial en voz de la directora: las niñas de tercero se quitaron por última vez el suéter escolar y lo mandaron a volar literalmente a las alturas como diciendo “se acabo”.

¿Y kelsy? toda serenidad, ella y su amiga Laura disfrutando la partida; sin sufrimientos.

Yo no la miraba, la admiraba por conservar como siempre la compostura: nunca la he visto aferrarse a las cosas, ni llorar desconsoladamente por algo que llega a su fin, ni siquiera el día que murió su abuelita.

Una prima le preguntó en aquella ocasión:
-¿Por qué no lloras Kelsy? ¿Qué tú no la querías?
A sus doce años contestó:
-Porque yo sé que no la he perdido. Ella sigue aquí conmigo.

¡Qué lección!

¿Por qué no soy como ella?

¿Por qué no puedo afrontar con temple las despedidas y las transiciones?
Bambi, el rey león y némo son algunas de las tantas películas que me hacen llorar; soy patética.

La gota que derramó el río:

A donde irá veloz y fatigada
La golondrina que de aquí se va
O si en el cielo se hallará
Extraviada
Buscando abrigo y no lo encontrará.

Estoy segura que era un acetato, pues se oía el ruido de la aguja toda sucia.

Parpadeé mil veces: algo molestaba mi ojo, a decir verdad los dos ojos. Una señora me sonrió como quien le sonríe a una niña que se raspó la rodilla.

Me caí muy gorda.

Los abrazos se deshicieron y las alumnas se dispersaron a las aulas para recibir sus certificados.

El aquí y ahora me sorprendieron. El efecto de la chiquitolina se revirtió y con mi uno cincuenta y siete de estatura recuperados me acerqué a mi hija y escuché:

-¿Por qué tu no lloras Laura?
-Porque yo lloro por otras cosas. ¿Y tú?
-Porque no me dan ganas. No tengo porque.

Y fui muy feliz. Comprendí que Kelsy a sus catorce años es muy afortunada. Acolchonada por Papá y mamá, con más ganancias que pérdidas en la vida. Clara, serena, fuerte: segura de saber que quiere y hacia donde va.

Junto a mi lecho le pondré su nido
En donde pueda la estación pasar
También yo estoy en la región perdida
OH cielo santo y sin poder volar.

¡Qué oso! ¿Por qué no soy como mi hija?

jueves, 3 de julio de 2008

La silla


Es lunes. El ruido que hacen las puertas del closet, rompen el silencio en la casa de don Jorge. Nadie se ha levantado aún, sólo él comienza su vida rutinaria a las seis de la mañana. Abre y cierra cajones buscando algo que comienza a molestar a los demás. Simula matar insectos en la pared contigua a la de su hijo y de su nuera, y la cocina, que la noche anterior quedó perfectamente limpia, él la deja en un completo desorden al prepararse un café. Su hijo pregunta desde su habitación si ya se va al trabajo; don Jorge responde azotando la puerta.


     Llega a su negocio embotado por el tráfico. El chirriar de la pesada cortina de metal, al abrirla, pareciera que hace eco a su vida oxidada y gris. Como todos los días, acomoda los envases de refrescos y cervezas afuera de su tienda. Una mujer que pasa con su hijo, lo saluda con voz tímida, don Jorge emite un gruñido indiferente. 
     La fría mañana de octubre se está destapando. La humedad de las banquetas lavadas comienza a evaporarse y un cálido viento acaricia los techos de las casas. 
     Junto a la tienda de abarrotes, una vieja camioneta se estaciona en doble fila. Don Jorge barre el pedazo de su acera. Ya es un hombre mayor, robusto, con el rostro enjuto. Ha sido tendero la mitad de su vida; el tiempo suficiente para que se le note en la cara. Al ver la Ford que se ha detenido, vigila los huacales vacíos que ha dispuesto para que nadie se estacione frente a su fachada. Él nunca ha tenido coche, pero aparta el espacio para los camiones que le reparten la mercancía. 
     Un hombre calvo, casi de la misma edad de don Jorge, de espalda angosta y brazos delgados, baja de la camioneta. Con el rostro afligido camina arrastrando los pantalones, y la camisa se le sale del chaleco. Fuma, al mismo tiempo que revisa el motor de su auto. No muestra interés en estacionarse en el lugar de don Jorge, mucho menos en pelear.
     Don Jorge permanece de pie observando al tipo que tiene la camioneta que él una vez deseó. El hombre, con habilidad, conecta cables y aprieta tapones:
     —Yo nunca he arreglado uno —dice con amargura el tendero.
     Sin darse cuenta, sus pensamientos se ocupan en comparar su situación con el de la camioneta. Con coraje, invoca los suyos. Toda su vida dedicada a proveerlos, sin poder conseguir algo para él mismo. Viudo de una mujer con la que se casó por obligación y a la que odió por exigirle hasta la última gota de sudor.
     Ahora le quedan cuatro hijos. Tres de ellos pocas veces le hablan por teléfono, pues dos viven en Estados Unidos y otro en Zacatecas. Se han ido a formar sus familias olvidándose de él; aunque no puede negar que a veces le mandan algún dinerito para que se compre un regalo en su cumpleaños, el día del padre y Navidad.
     El hijo con el que tiene que vivir, “es un ingrato”, piensa don Jorge; no se ocupa de él. La esposa lo mantiene trabajando de tiempo completo en una fábrica de dulces. Llega a casa más tarde que todos, sólo para cenar y encerrarse a dormir. Pero no sin antes  preguntarle a su padre través de la puerta si está bien o necesita algo. Y don Jorge se hace el dormido. 
     Se siente abandonado, solo, y su hijo no le alivia la necesidad. De sus dos nietos ni qué hablar. José, el mayor, cumplió su sueño de entrar en la universidad y ya no está nunca en casa. Feliz con lo que tiene y lleno de proyectos, entre los amigos y la escuela, no hay tiempo para hablar con “el viejo” como le dicen. Aunque es verdad que José lo invitaba los domingos a ver el fútbol o alguna película, pero don Jorge siempre rechazó sus invitaciones, consideró que era un sacrificio inútil por parte de su nieto, pues intuía que sólo lo hacía por compromiso. 
     El tendero optó por encerrarse en su cuarto y no dejar que lo molesten. Obviamente las invitaciones de su nieto han cesado, y don Jorge, desde su perspectiva, confirmó que todo ha sido por lástima.
     Su nieta Alba es un poco más necia que José. Inmersa al igual que los demás en sus obligaciones cotidianas, destina el domingo para organizar su ropa, acomodar álbumes fotográficos y oír música. Para el tendero, oír los pasos alegres de su nieta por toda la casa, escuchar sus alocados ritmos o aguantar que por compasión inicie una charla con él para contarle sus planes, lo pone de muy mal humor. ¿A quién quiere engañar esa niña tonta?, se pregunta el tendero. Sabe perfectamente que también lo hace para burlarse de él o por la misma causa que José. 
     No esta dispuesto a recibir las migajas de su tiempo ni de su espacio. Su coartada para esquivarla abiertamente es encerrarse después del almuerzo y no salir hasta la comida. Los golpecitos de su nieta tras la puerta le martillean el cerebro. Casi puede ver la cara de burla de Alba cuando ésta le pide que salga a platicar o le ayude con tal o cual cosa. La puerta permanece cerrada y muda. 
     Alba ha insistido durante un tiempo, cambia los tonos de voz. A veces suplicante, a veces exasperada, otras tantas regañona; quiere que entienda que desea compartir sus proyectos con él porque lo ama y son una familia. Don Jorge, al oírla, siente acrecentar ese odio que nació cuando se dio cuenta de que su vida estaba declinando sin haber cumplido ningún sueño propio, absorto solamente en la tediosa rutina de darles lo necesario a los demás y subsistir.
     Los toquidos tras de la puerta cesaron el día en que todos se convencieron de lo que él ya sabía: un viejo puede ser tan desagradable y molesto como una piedra en el zapato.   
     El hombre que se había bajado de la camioneta, nervioso  saluda al tendero y lo saca de sus recuerdos. Éste contesta sin ganas, desconfiado, como siempre.
—Estoy buscando la calle de Sauce, ¿la conoce? 
—¿Qué colonia le dijeron? —contesta el tendero.
—La Consejo Agrarista, busco un taller mecánico que me recomendaron.
—Anda un poco retirado, debe tomar Periférico y antes de llegar a Tláhuac dobla a la izquierda; suba por esa calle y, pasando el Reclusorio Oriente, comienza la Agrarista.
—No, pues sí ando bien retirado y como que ya hace hambre.
—Pues también vendo tortas, si quiere.
—Ándele, sí. Prepáreme una de jamón, por favor.
—Ya le estoy dando, pásele.
—Aquí espero, para que no se la lleve la grúa. −dice el hombre, señalando la camioneta.
     El tendero entra en su negocio a despachar el pedido. Siempre de jamón, se dice, al tiempo que busca los ingredientes de costumbre. Hace la torta aburrido, casi con los ojos cerrados. Después de un rato, emite un grito desde adentro
—Está lista la de jamón.
     Pasan unos segundos, al no obtener respuesta, sale molesto para avisarle al hombre que ya está su torta. Pero afuera no hay nadie, la camioneta verde se ha ido con el tipo que tenía hambre.
     El tendero inspecciona el lugar: todo sigue en el mismo sitio, pero hay algo que sí modificó el rutinario panorama al irse la camioneta: don Jorge advierte que en la acera de enfrente hay una silla blanca de plástico, y sentado en ella está un anciano, como de noventa años; muy flaco y desnutrido, cubierto con una frazada azul.  A pesar de la tibieza del medio día, al anciano le han calzado guantes y unas sandalias. La pijama es de franela café y una bufanda le rodea el frágil cuello, como para mantener la cabeza en su lugar y evitar que caiga. Parece dormir plácidamente mientras el sol lo baña con su haz dorado.
     Don Jorge nunca lo ha visto por allí. Es un alivio tener familiares que lo procuren de esa forma, se dice, tal vez sea papá o abuelo de algún vecino. 
     El tendero siente envidia, desearía ser ese anciano al que cuidan con tanta amabilidad. Anhela estar allí en esa silla, descansando y reviviendo los momentos importantes de su vida, momentos que el tendero no encuentra por ningún lado de la suya. 
     Seguramente eso hace el anciano, vivir la vejez perfecta. Pero él, desde su circunstancia, no pudo vivir lo que ni siquiera se permitió soñar.  
     Repasa su realidad. Al llegar a casa, su nuera le servirá la comida que para él siempre está fría y seca, con suerte se acostará antes de que lleguen sus nietos, evitando así las preguntas hipócritas sobre su vida precaria. Para qué preguntar cómo estuvo la venta hoy, si bien sabe que eso es algo que poco les importa a ellos. Se recostará en su cuarto, verá la televisión a todo volumen hasta pasada la media noche y alguien le pedirá que le baje al sonido. Una sonrisa malévola se le dibujará en el rostro una media hora más. Finalmente la apagará sustituyendo el ruido del televisor por el de un vaso al estrellarse contra el piso o el interminable abrir y azotar de las puertas en plena madrugada, cuando simule ir a orinar. Siempre molesto, hasta de sus mismos planes. Tratará de dormir y se arrepentirá un poco de ser como es. Cerrará los ojos hasta las seis de la mañana del siguiente día y despertará de mal humor. Del mismo modo abrirá su tienda.
     Don Jorge desea saber quién es el de la silla, pero la curiosidad es amainada por la desconfianza. 
     Un cliente conocido lo rescata del ensimismamiento; don Jorge surte el pedido arrastrando los pies y los recuerdos. El resto de la tarde es normal, como cualquier otro día. Transeúntes fatigados caminan sin mirarse unos a otros, el tráfico en la hora pico es aturdidor; los ruidos ensordecedores de las bocinas lo atestiguan.
     Para don Jorge, la misma tarde de lunes, como cada lunes. Ve a la misma gente; siente el mismo hastío, la misma rutina, la misma venta, el mismo humor.
     La noche empieza a caer y con ella la temperatura desciende también. El silencio aterriza acompañándolos en una encomienda tripartita y cotidiana. A esa hora, todos estarán llegando a su casa; el tendero desea ya estar en la suya.
     Por ahora debe cerrar. Con chamarra y bufanda puestas, mete las cajas de refrescos, los utensilios de limpieza y apila los huacales dentro de su tienda. Baja la cortina con la agilidad que brinda la experiencia y coloca los candados  de alta seguridad.
     Un auto que pasa sobre la avenida ilumina las banquetas. Sorprendido, don Jorge se da cuenta que la silla blanca sigue ahí; abandonada con todo y su ocupante.