domingo, 26 de julio de 2009

SOMOS UNA FAMILIA

Personajes

Iza, 13 años, hace sarapes.

Felipe, 46 años, jornalero en el campo.


Escenografía

La escena se desarrolla en una jardinera que está afuera del taller de artesanías donde trabaja Iza.


Época

Chiapas 2008.


Al abrirse el telón vemos:

Es de noche, Iza está sentada en una jardinera afuera de su trabajo. Cuenta su paga, cuando Felipe la aborda.


FELIPE: Por fin te encuentro, a dónde andas chamaca que tu mamá está re preocupada.

IZA: Entré a trabajar. ¿A qué vino?

FELIPE: Te digo que tu mamá me mandó, ámonos a la casa. (La toma del brazo).

IZA: (Se jala para que la suelte) Ya vivo en otro lado.

FELIPE: Cómo eres burra chamaca, tu mamá está enferma y necesita que la ayudes a cuidar a tus hermanos. Ya sabes pues, como es más grande que yo aguanta menos. (La obliga a pararse de la jardinera) Ámonos, camina.

IZA: No quiero volver pa’ allá, yo ahora vivo en otro lado. Ayúdela usted, son sus hijos ¿no?


Pasan algunas personas cerca de ellos. Iza aprovecha el momento para soltarse de Felipe e intenta huir, pero Felipe la alcanza y la abraza de la cintura.


FELIPE: Si quieres te acompaño por tus cosas y nos regresamos a la casa.

IZA: Pos cuando le dije que sí regreso.

FELIPE: Eres una malagradecida, tu mamá es re buena contigo y mira cómo le pagas.

IZA: Mi mamá nomás piensa ya en sus escuincles.

FELIPE: ¿Por qué te juiste he?, tus hermanos andan solos por hay, por la hierba todo el día y nadie les da de comer, la otra vez el chiquito se bajo al barranco y no lo mirábamos desde que nos juímos al arado.

IZA: Pos que se quede ella a cuidarlos, nomás anda tras de usted.

FELIPE: Ella me acompaña a trabajar, entre los dos ganamos más, no seas sonsa.

IZA: Usted se la pasa en los pulques todo el día. Ella que se quede con los escuincles y usted trabaje de adeveras.

FELIPE: Tú debes estar en la casa, mocosa, cuidando a tus hermanos, pa’ que te juítes, acá estás mejor y no tienes que coser sarapes.

IZA: En la casa hago cosas que no me gustan.


Felipe la avienta contra la pared y la aprisiona de los hombros intimidándola.


FELIPE: Te voy a dar con la riata, mejor ámonos.

IZA: Luego voy.

FELIPE: Cuándo es luego.

IZA: Luego.

FELIPE: Tu mamá tiene dolor de caballo y no puede cargar y hacer la masa.

IZA: Pos déjela en la casa, no se la lleve a la siembra.

FELIPE: ¿Por qué te juítes? Somos una familia.

IZA: Usted no es mi papá.

FELIPE: Como si lo fuera mocosa.

IZA: Pero no lo es.

FELIPE: Tus hermanos te buscan y te buscan y no te miran.

IZA: Luego voy a verlos.

FELIPE: Se nos van a morir de que nadie los cuida. Se quedan solitos todo el día y se van a las cuevas.

IZA: Dígale a la esposa de Don Cipriano que los mire.

FELIPE: (Grita) Pos que no entiendes que somos una familia. Tu obligación es cuidarlos mientras su madre y yo traemos los frijoles.


Felipe la jala de los cabellos.


IZA: ajá.

FELIPE: Ámos por sus cosas, ¿dónde está durmiendo?

IZA: Luego me voy.

FELIPE: Ámos ahora, obedezca, que es todavía una mocosa.

IZA: Acá duermo bien y le pago mi comida a la señora.

FELIPE: ¿Dónde duerme?

IZA: Por hay.

FELIPE: ¿Tú quieres que tu mamá se muera verdad?

IZA: No.

FELIPE: Pos se va a morir si no regresas.

IZA: ¿Por qué me dice eso? (Llora asustada)

FELIPE: (pela los ojos). Se va a morir de verdad y tú vas a tener todita la culpa.

IZA: Es que yo acá duermo bien. Mejor déjeme así.


Felipe prende un cigarro y su tono de voz se vuelve complaciente.


FELIPE: Pos acá también dormías bien, tienes tu petate pa’ ti nomás.

IZA: Allá no duermo.

FELIPE: Pos ahora si vas a dormir bien, de veras, y si te apuras hasta tempranito.

IZA: Mejor me quedo acá.

FELIPE: Entonces ve nomás a despedirte de ella. A lo mejor no la vuelves a ver viva.

IZA: Si la vuelvo a ver.

FELIPE: Yo creo que ya no la vuelves a ver.

IZA: Voy a ir a verla con mi madrina.

FELIPE: Tu madrina se jué a San Cristóbal, le quitaron el jacal. (Se carcajea) Ámos por tus cosas que ya me estoy calentando de adeveras. ¡Jálele!

IZA: Si voy.

FELIPE: Pos ándale camina. (Él se adelanta, pero ella no se mueve)

IZA: Sí, luego voy.


Felipe se quita el cinturón y levanta la mano para asestarle un golpe. Iza cierra los ojos y agacha la cabeza.


FELIPE: Ahora sí te chingo escuincla. (Pega en la pared con su cincho): ¿Por qué eres tan terca? Camina.

IZA: Sí.

FELIPE: Pos ya… que se hizo renoche.

IZA: (Suplicando) Ya no quiero que usted se acueste conmigo porque ahora sí lo mato. De veritas que sí lo mato.


El llanto de Iza es entrecortado. Unas personas pasan y se les quedan mirando a los dos. Felipe abraza a Iza y finge consolarla.


FELIPE: Ya no llore mijita, su mamá se va a poner bien, nada le va a pasar. Ande, regrésese a su casa para que la cuidemos. Acuérdese que somos una familia.


Las personas le sonríen a Felipe y se alejan en la oscuridad. Felipe aprovecha la soledad de la calle para acariciar los pequeños senos de Iza.

Telón.

viernes, 10 de julio de 2009

Oníricamente muerta



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El día y la noche, no el lunes ni el martes,
ni agosto ni septiembre;
el día y la noche son la única medida
de nuestra duración.
Existir es durar, abrir los ojos y cerrarlos.
Jaime Sabines.

Es un sueño que gestó la muerte...

Ella ensaya las formas de morir de día
o a cualquier hora, con el rostro apagado
como un gato que duerme eternamente
con las patas cansadas de pisar tantos tejados.

En esa hora del día en que nada acaba y nada empieza
cuando la ciudad es un cadáver que ronca
el cielo desteñido cierra sus nubes oscuras
con el claro de luna se dibuja el horizonte.

Pálidos dedos deshacen agujetas Converse
y llevan el líquido tóxico a la boca seca.

Inmóvil ella
juega su sangre al perpetuo silencio
inclina su conciencia al techo cuarteado
se persigue a sí misma en un círculo vacío
sin alcanzarse en la contracción de la muerte.

Ya es un leve gemido de espuma
que nunca más regresará del mar de la inconsciencia.

Conectada
su libertad atrapada en la trampa bruma
ella se resiste a la vida sin sentido
y la muerte se resiste a destiempo.





martes, 2 de junio de 2009

UN SUEÑO (Inicio de novela)

Ciudades nocturnas, de Paul Delvaux



Lo recuerdo con claridad. Estaba parada bajo un cielo sin profundidad, con nubes bajas y largas como fumarolas que trasparentan los rostros de los que están arriba gritando; observando al mundo o deseando estar en él.

Hasta que descubrí mis pies al filo de una alberca ovalada de azulejos blancos, mientras trataba de calcular la profundidad de mi salto. El fondo no se distinguía y el sol se me pegaba en los contornos del traje de baño. En el otro extremo de la alberca dos hombres sobresalían del agua como cortados por un frágil vidrio de la cintura para arriba. Conversaban mudos mientras se protegían la piel bajo las ramas de una bugambilia que abanicaba rítmicamente sus cabezas.

El silencio dominaba el medio día. Veo que los hombres movían las bocas groseramente y sin embargo no lograba oír nada; pero tampoco me importaba mucho. El agua me hipnotizaba, me atraía como un vaso de whisky a un alcohólico. Asistiría al gran encuentro como si mis pies fueran a ser lavados por primera vez. Caminé. Los hombres por fin me miraron con ojos curiosos; como si esperaran lo que estaba haciendo y al mismo tiempo hiciera algo fuera de este mundo. Yo no podía saber que el agua se enfriaría removiendo los recuerdos de mi pasado; me pregunté ¿quién era y qué hacía allí? Pero esa lucidez era artificial o de una manera que todavía no conocía, porque cuando crees que te habita el inconciente se vive desde cualquier plano de la realidad dejando de ser; o siendo quien sea.

Por un momento me sentí observada hasta en el leve aleteo de mis fosas nasales y en la dureza de mi quijada. Descendí dándoles la espalda a los hombres hasta que el agua, cada vez más helada, me envolvió hasta el pecho. Bajé un escalón más hasta sentarme en la boca de lo que parecía un tobogán que nacía en lo profundo del agua. En la estructura de cemento, mi espalda quedó en dirección al precipicio y me resbalé lentamente. Me asustó no tener el control de mis movimientos —o que ya no quisiera controlarlos— estaba atrapada en la gravedad del líquido sin saber a dónde iba; pero al menos podía respirar.

El tobogán era como un túnel oscuro por el que descendía circular y rápidamente sin oponer resistencia. La oscuridad fue interrumpida por algunos flashes de imágenes brillantes e irreconocibles a primera vista, pero poco a poco la pulsación de las luces duró cada vez más hasta que quedaron encendidas permanentemente, así podía distinguir mejor las formas. Algunos eran cuadros multicolores parecidos a los vitrales de las iglesias. Otros eran como mosaicos de colores fuertes.

Mis ojos se llenaron de un morado intenso, de un rojo sangre, de amarillo y otro tanto de verde. Los colores se extendían en líneas discontinuas y sin forma, pero aún así, me provocaron una emoción que hizo palpitar mi corazón aceleradamente. Tuve la sensación de que cada color era un tramo de mi vida e incluso, que en ellos estaba la vida del mundo. Tuve miedo, no supe en realidad si se habían apagado los colores, pero yo quedé a oscuras otra vez durante las dos últimas vueltas.

Me acercaba a una gran boca que me succionaba con fuerza; supe en ese momento que la caída era inevitable. ¿Dolerá? alcancé a preguntarme, pero antes de responderme desemboqué.

Abrí los ojos inmediatamente pero era como si observara a través de la lente de un microscopio, pues solo veía burbujas diminutas entre los rayos del sol que se filtraban bajo el agua. Por un momento sentí que debía subir por donde había llegado pues si me dejaba arrastrar por la turbulencia ya no habría forma de regresar, pero el túnel por dónde había descendido ya no estaba. ¿Había estado alguna vez? Cuando por fin reinó la calma, me dí cuenta que estaba en el fondo de la alberca y entonces comencé a flotar hacia la superficie como un globo. Durante el ascenso miré con incredulidad que mis pies eran más pesados que el resto de mi cuerpo y mi cabello era como una medusa succionando mí rostro.

Cuando todo se detuvo, el aire cálido del exterior acarició mi espalda húmeda. No podía moverme, intentaba volver la cara al exterior y nadar hacía una orilla sin conseguirlo. Agité mis brazos con desesperación, mis piernas; todo mi cuerpo, o al menos eso creía yo que hacía, pero el agua permaneció en absoluta calma y mi cuerpo también.

Los minutos pasaron con una quietud abrumadora; estaba allí, flotando a la vez que respiraba, conciente de mi condición infrahumana, sin poder gritar, sin ser dueña de mí.

El tiempo dejó de extenderse y no supe si fueron veinte años o un minuto lo que había trascurrido. No sabía si era mentira mí cuerpo y todo lo que me rodeaba. Alcancé un estado etéreo, confuso; experimentaba un sueño tan real, o eso creía.

En algún tiempo allá afuera, oí el aullar de una ambulancia y los pasitos apresurados de hombres diminutos que balbuceaban cosas sin sentido. Uno de ellos se lanzó pesadamente rompiendo la quietud del agua que sacudió mis extremidades y mí cabeza sin ritmo, nadó hasta mí y sostuvo mi cuello fuera de la alberca. Sí, allí estaban el mismo cielo y la misma bugambilia. Podía verlos como una imagen que se ve detrás del agua o era toda el agua que estaba dentro de mis ojos.

Supe que el cuerpo no obedece a la voluntad en el gran espasmo onírico, así que dejé de luchar en vano. El filo de la alberca raspó mi costado izquierdo cuando me sacaron del agua esos hombres que tenían urgencia de ser héroes, y al depositarme en el suelo el pasto me picó las piernas. Tuve la certeza que ése frío que sentí mientras mi piel húmeda se secaba con el viento vespertino, era el mismo frío de cuando salí de un vientre que no recuerdo. Algo le sucedía a mi boca, a mis huesos, a mis pulmones, algo que hacía que me abandonaran o que yo saliera de ellos, que dejaran de ser míos; pero aún lo son.

Los hombrecillos se fueron echándome miradas de desaprobación cuando cogí una granada abierta y me la llevé a la boca para apagar una sed que crecía. Me sentí tan vacía, tan sola, pues aunque no sabía qué era, supe que se habían llevado algo mío; algo que ya no podría recuperar pues no sabría a quién pedírselo.

Me levanté. Tambaleante caminé hacía la casa que estaba al fondo del jardín. Era hermosa por fuera, parecía un chalet suizo perfectamente bien cuidado. Había dos puertas de madera, una más ancha que la otra, pero estaban cerradas; las ventanas también. Necesitaba conseguir urgentemente algo de ropa, ni siquiera me había provisto de una toalla para cubrirme después del chapuzón.

Regresé decepcionada al borde de la piscina, el sol iba cerrando su ojo entre las nubes grises, el zumbido de las ramas de los árboles atraía a los pájaros a sus nidos y el pasto poco a poco cambiaba de color nocturno.

Todo se había vuelto abstracto en ese lugar denso de tanto aire, y aún así, el entorno era cada vez más estático; inerte. Nunca me había sentido tan desarraigada del piso y del aire como ahora. Abandonada por mí misma. Necesitaba saber cosas, ahí descalza, pues tenía la certeza que en ese lugar estaban todas las respuestas, pero mi cabeza estaba hueca y no atiné a formular ninguna pregunta.

La mancha negra en el cielo se extendió por todo el horizonte. Con los pies arrugados caminé por unos rectángulos de concreto mientras una que otra piedrita suelta se incrustaba en mis plantas. Me alejé de ese lugar estacionado y mudo en busca de mi tiempo y de mí espacio, estaba segura que andarían buscándome, querrían saber si estaba bien y por qué salí sin ellos, pero no tenía respuestas para quien me fuera a preguntar.

Llegué a una calle ancha, parcialmente iluminada por algunos faroles viejos que no habían dejado de funcionar del todo. Un buen tramo anduve sola, pero después rebasé a otras personas que caminaban más lento que yo. Primero alcancé a una mujer mayor que cargaba una gran joroba entre el cuello y el omóplato izquierdo, los pies le sangraban y sudaba cansancio, cuando estuve a su lado me miró sin dibujar expresión alguna en su rostro. Después alcancé a un niño como de once años que traía puesto unos auriculares, al verme infló los cachetes y cerró los ojos unos instantes para después bajar la mirada y concentrarse en un aparatito que sacó del bolsillo de su pantalón. También rebasé a otras dos personas que ni siquiera voltearon a mirarme, pues iban abrazadas, mirado el suelo y murmurándose palabras inaudibles a mis oídos.

La calle terminaba justo en la entrada de un edificio muy alto. Era una construcción antigua hecha de ladrillo quemado y que en su parte más alta tenía forma de estupa muy bien iluminada. La puerta era de un vidrio transparentísimo y se abría sola apenas nos acercábamos a ella. Algunos de los que llegaban a la entrada daban media vuelta y comenzaban la marcha de regreso —así lo hizo la anciana de pies sangrantes que apenas llegó y emprendió el retorno como si fuese una costumbre o una tarea—, otros entramos sin dudar.

El pasillo principal estaba atiborrado de gente ensimismada en su trabajo. Hombres y mujeres entraban y salían de los cuartos cargando objetos que les eran indispensables para sus labores. Las lámparas de halógeno parpadeaban en el techo escarapelado amenazando con apagarse. De cada habitación salía un bullicio de diferente intensidad: en uno podía oír murmullos, de otro salían voces, gritos en el del fondo, y en el cuarto de enfrente se escuchaban lamentos de dolor. Era como si las personas estuvieran clasificadas por la intensidad con la que se expresaban. Dentro del caos había un orden lógico para los que allí permanecían, pues actuaban con naturalidad, sin embargo, yo tenía la sensación de que en el sótano el tiempo trabajaba a marchas forzadas, girando la gran rueda a cada latigazo que le tiraban en la espalda.

Todos los que habíamos llegado casi al mismo tiempo estábamos desconcertados, sin saber qué hacer o hacía dónde seguir. Me recargué en un muro que dividía dos cuartos cerrados y observé por algún rato. Poco a poco, las personas que estaban conmigo fueron entrando a las distintas habitaciones por decisión propia o al azar —no lo sé— pero lo que sí sabía era que nuevamente estaba sola y fuera de lugar.

Por fin se presentó la oportunidad de indagar algo más de lo que veía; una mujer alta y rubia por decisión propia, salió de un cubículo a pasos lentos, mirando de reojo a las personas que continuaban entrando al edificio a cuenta gotas. Sonreía complacida al ver que se introducían en algunas de las habitaciones, como si eso le garantizara el buen funcionamiento del lugar. Me acerqué a ella levantando la mano derecha para llamar su atención; enseguida, ya estaba junto a mí. Entonces, la falsa rubia me sonrió como la amiga que ha esperado por horas a la impuntual que nunca llega temprano; me miró de arriba abajo y sentí vergüenza por el gesto compasivo de sus ojos, o tal vez por el charco de agua que se había acumulado alrededor de mis pies. Te vas a sentir mal si no te secas y te vistes pronto —me dijo, preocupada—. Me irritó mucho su recomendación, pues en ese momento lo que menos me importaba era enfermarme; pero al mismo tiempo, su observación sacudió la inconciencia de mi sueño: otra vez flotó dentro de mí la lucidez y me percaté que estaba extraviada en un lugar al que no sabía para qué había ido, pero sí tenía la certeza que encontraría algo que me había sido arrebatado en alguna hora del día.

Aquí está Julieta de los Monteros —siguió hablándome mientras consultaba una lista que extrajo de la bolsa de su chaqueta—, sí, está en otro piso. Vamos, te llevaré de una vez ahora que puedo.

Mientras caminábamos hacía el final del pasillo los gritos se volvían cada vez más insoportables, pero sólo para mí, pues la rubia parecía estar muy habituada a semejantes sonidos. Doblamos a la izquierda por otro pasillo más angosto que el anterior y pasamos por un cuarto abierto, atiborrado de personas que estaban en absoluto silencio mirándose unos a otros con total indiferencia. Nuevamente llegamos hasta el final del pasillo y allí abordamos un elevador. Tienes suerte de que esté abierto —Me dijo— otras personas han esperado muchas lunas para subir.

Comenzamos a ascender lentamente y yo no atinaba a decir nada. Esperaba que ella dijera algo más pero no lo hizo. Íbamos por el piso dieciocho y yo comenzaba a sentir como me invadía un calor que entraba por mis pies descalzos y llegaba hasta la mitad de mis muslos. En el piso cuarenta y nueve ya estaba yo sudando del cuello; por fin bajamos en el piso sesenta.

Casi adivino que recorreremos la estancia de forma circular y poco iluminada, a diferencia de la planta baja, aquí todo estará en calma absoluta. Avanzaremos por una gran habitación abierta donde poco a poco iremos perdiendo la visibilidad. Nos detendremos en la puerta con forma de arco donde a través de sus contornos se filtraran destellos de luz. Antes de abrir la puerta la mujer acaricia mi cabello.

En realidad eres muy delgada y frágil. Pero nunca somos lo que aparentamos, ya lo verás —me dijo— Mientras más rápido te reconozcas y lo aceptes será mejor para ti.

Entramos sin mucha prisa, ella primero y después yo, alcanzando su mano que ella me ofreció en un gesto amigable. Nos dirigimos hacía una mesa y sin más preámbulo me descubrió a mí misma.

Era un bulto grande, ancho y prominente, cubierto por un plástico delgado parecido al látex del cual se deshizo, destapándolo con un movimiento ágil lo dejó caer hacía el otro lado de la mesa. Lo que vi no me decía nada y la rubia lo notó.

Entonces dijo: “eres tú, Julieta de los Monteros. Esto es lo que has venido a buscar hasta aquí, lo perdiste hace tres días y te ha costado mucho trabajo volverlo a encontrar”.

Todavía en este punto creí que iba a despertar en algún momento, me sentía hasta el límite de mi capacidad perceptiva y comenzaba agotarme. Pero el sueño seguía y yo quería seguir viviéndolo, sin embargo, lo que tenía en frente no podía ser yo; era una broma del subconsciente.

Sobre la mesa estaba una mujer desnuda con más de sesenta años encima, pesaba arriba de cien kilos distribuidos principalmente en el pecho y el abdomen en grandes lonjas, su piel morena estaba llena de jiotes y de paño, y su cabello canoso estaba grasiento.

¿Cómo hago para despertar?, ¿Cómo regreso a mi vida? —Quise preguntar— pero antes de hacerlo surgieron otras preguntas: ¿Cuál vida?, ¿Qué dejé de vivir?

Todo indicio de que estaba soñando se desvaneció por completo.

“Porque cuando crees que te habita el inconciente se vive desde cualquier plano de la realidad dejando de ser; o siendo quien sea”.

Las cosas cobraban sentido de golpe, había recorrido mi propia muerte creyendo ser otra persona. Cuando por fin lo acepté comencé a sentir una dualidad corpórea pues igual podía ser ella o podía ser yo en el momento que quisiera.

Ahora sé que hubiera deseado ser más “yo” que “ella”, pero eso ya no importa, porque después de todo, las dos estamos muertas; yo, realmente morí hace mucho y ella, tan sólo hace tres días.

¿Vine a su encuentro para completar con su muerte un tramo de mi vida? ¿O soy yo quién está completando su muerte?

Ambivalencia; preguntas a la nada. Así fue como inicié los doce días de mi transición.

viernes, 15 de mayo de 2009

Para cuando la ausencia


"No esperes a que muera alguien para
decirle cuanto lo amabas,
díselo hoy que lo tienes cerca"
H. Jackson Brown
decido habitar más en ti
en ese pasado acuoso de tu vida
en ese silencio por el que te deslizas.

Cuando caiga el atardecer
caeremos juntas
acompañadas del humo y del sonido
de dos tazas de café.

Retumbarán tus agujas y tus hilos
en esta soledad acompañada
y regresaré de nuevo
a esa niñez
cuando tan poquito te tuve
y la noche volverá a ser
una madeja azul.

Hablaremos de poesía
del país del norte
de los ausentes.

dejaré todo lo mío ahora
el mañana es hoy puntos suspensivos.

Atraparé en tu memoria
los rostros de cada noche
cada luna que mengüe
cada eclipse
sin fauces oscuras
ni demonios.


Estaré hoy
me apoderare de ti
de tu conciencia
de tus ojos como niebla
para cuando la ausencia
LA VERDADERA
Irremediablemente separe nuestras vidas...


jueves, 26 de marzo de 2009

TOTAL - MENTE ADULTA



“Quizá sólo entonces estaba descubriendo la pesadez, la inercia, la opacidad del mundo, características que se adhieren rápidamente…”

Italo Calvino


Descubrí que soy madura, y no por la edad que traigo encima de mis rodillas, ni por los fantasmas que han desaparecido hace años entre tanta ropa talla 32 que guardo en mi closets. Tampoco es por la charla que tuve ayer con ésa persona que me observaba inquisidora frente a mi espejo ovalado. No, ella, —la del espejo— y yo, hemos estado de acuerdo en cambiar de aspecto si tantas lunas así lo deciden, y hasta nos hemos reído juntas cuando descubrimos una nueva línea de expresión entre los ojos que compartimos; o por debajo de ellos.


Nada de lo anterior me hizo estar segura de mi madurez como hoy, cuando vi en el crucero a ésas mujeres que reían, mientras se secaban el agua que un vehículo les lanzó con su limpia parabrisas, en el momento que ellas intentaban lavarlo a cambio de unas cuántas monedas. ¡Reían! mientras yo renegaba del tráfico, del calor y de los minutos que avanzaban en el tablero de mi auto deportivo último modelo.


Me percaté —con tristeza— que perdí la levedad de mí ser en algún sitio: en la oficina, en el súper o dentro de la lavadora de nueve kilos; podría ser también que en algún otro crucero de la ciudad.


Quién sabe desde cuando carecía de la capacidad de trasmutarme a ese estado mental donde todo es más fácil, nada es tan enserio, y sí más simple y divertido.


Mi polaridad desapareció en un punto de mi conciencia y quedé atrapada en un sólo extremo de esa línea horizontal por donde yo me deslizaba a deshoras; entre la ingenuidad de una infancia que perduró en el ánimo de mi inconciencia y los actos evolutivos, racionales y obligatorios que correspondían a la cronología de mi vida.


Ya en casa, entre tanta noche estacionada en mi almohada hice un inventario de mis días. Enfrenté la introspección cara a cara; dejé de negar los cambios internos de mi cuerpo, de mi ánimo y hasta de mi estadía fugaz en éste mundo. También busqué a alguien en la poesía que escribí a los once años, pero ya no la encontré.


Sí, absolutamente madura, sin opción de dar marcha atrás para sustraer de nuevo un respiro pueril de los bailes ridículos que solía yo hacer con mis compañeras de juegos nocturnos, que a veces eran también mis hijas. Ahora todo el tiempo soy la del extremo opuesto a ellas, todo el tiempo soy la mamá, la esposa, la profesionista… la adulta.


Y no es que esté mal, pero extraño a mi niña; a ésa que por la tarde le gustaba correr por toda la casa deslizando una cuerda azul para que la persiguieran los gatos, extraño sus gestos ridículos cuando se reía con la del espejo… y con el mundo. Extraño sus desmayos fingidos y convulsos si no la llenaban de besos curativos; extraño ésa que fui.


¿Qué ha sido de mi dualidad, de mi polo opuesto?


La niña antagónica de ésta mujer madura que soy ahora perdió la batalla en la película de mi vida.

Éramos idénticas en naturaleza, pero en diferente grado; éramos tan cómplices… tan amigas. Paradójicamente, ésa niña y yo ya no podremos reconciliarnos.

SE BUSCA

¿Recuerdan?
Hubo una niña
De rodillas raspadas y discurso que ofende
Vestida de muñeca rota, de país que llora.
Mi niña

¿La recuerdan?
Los animales del bosque saliendo por sus párpados,
Mientras lleva la inútil tarea de rodear la cintura de papá.
Ella
La que prefiere los cantos de mamá,
Antes que perseguir al conejo blanco y su pesado reloj.

¿A dónde fue?
Están ausentes sus manitas de las mías,
Ya no las envuelven.
Ya no las guían por Notre Dame.

Si la encuentran.
Díganle que aún la espero en el mismo verso
Sentado
Entre un país que llora y una muñeca rota.


Publicado el 17 de Julio del 2007 en: http://ojodecuervo.blogspot
y reproducido aquí con la autorización de su autor Edmer Montes.

viernes, 13 de marzo de 2009

Lo siento más yo que el gato



El gato huyó por el abismo que dejaste
Atrás de esa puerta oxidada y rota… Yo
Recogiendo los pedazos de ti
Lo siento más yo que el gato
No encuentro horas buenas
Ni duermo enroscado en la angostura de tu espalda
Mi piel se eriza toda
Cuando los recuerdos tuyos resuenan en la alcoba
Con un gran maullido que nunca acaba
Lo siento más yo que el gato triste
Que ronda en círculos su plato vacío
Que escapa de tu abandono cada noche
Cargando en su lomo nuestro tejado roto
Con más costillas que pelaje negro
Animal que husmea en el trozo de tu cama
El aroma de tus brazos circulares
Sin el bulto de tu cuerpo bajo las sábanas
En tan ancha soledad se acurruca
Y duerme con lo que le queda de ti; de él
Da lástima su ronco ronronear
Cuando salta al cajón de tu olor
Arañado la madera de tu cuerpo
Pero me doy más lástima yo
Que habito su agonía con la mía
Sin más refugio que los fantasmas atrapados
En los ojos verdes de ese gato casi muerto
Sé que no volverás en este tiempo que se agota
Que agoniza en la línea de mis parpados apretados
Y en el pescuezo de un gato que ya no lucha
Mi mano asfixiante es el silencio
Pero qué importa ya el silencio
Si el gato y yo pactamos
Compartir la misma tumba


viernes, 6 de febrero de 2009

Cosa de elegir



Dejé todo lo que había construido una tarde de julio. Empresa, profesión, una rutina cómoda y hasta mis tacones de Zara que tanto me elevaban.
¡Todo!
Decidí enfrentar mi destino.
¿Qué cosa no? Ahora soy como ese perro que cruza la calzada de Tlalpan a las seis de la mañana...

miércoles, 21 de enero de 2009

UN PASEO POCO COMÚN

Nunca me ha gustado meterme en lo que no me importa, sin embargo, esa noche tuve ganas de hablar, de decir lo que había mirado al salir de casa, pero las ganas se me quitaron cuando recordé que me vio.

Esa no era una escena común; una monja conducía una carriola a toda velocidad enfrente de la acera donde yo vivía. Los hábitos de la monja volaban en dirección contraria a sus pasos, seguramente con semejante zangoloteo el bebé estaría asustado.

Mis ojos la siguieron con curiosidad hasta que se detuvo en el ochenta y siete bis, justo en la casa de los Velarde, los que —supimos todos— habían perdido a su pequeño hijo una semana atrás. Algunos vecinos aseguraban que les pedían rescate millonario, otros, que la mamá lo descuidó por oler fragancias en el Centro Comercial.

Pensé que la monja venía a entregar al bebé que, por alguna circunstancia, había llegado al orfanato donde ella vivía. Cerré con lentitud para seguir observando. La religiosa tocó el timbre y se percató de mi presencia; sus ojos se clavaron en mí cara, en mi cuerpo y en el número ochenta y ocho de cerámica incrustado en mi puerta. Segundos más tarde se fue, dejando la carriola junto al portón de mis vecinos. La señora Velarde fue quién abrió; me sentí aliviado.

Me fui entonces a ver a Karla con un presentimiento que me perseguía desde hace días. Esa tarde me dijo que se había enamorado de otro, alguien con más ambiciones en la vida que yo. Quiso consolarme con su amistad, pero yo la rechacé; sin ella, sería un inválido en este mundo.

Tenía que empezar a familiarizarme con la soledad, así que deambulé como pendejo por el Parque Hundido. Acababa de perder a la mujer de mi vida por no tener un titulo, ni vestir de traje todos los días. Al anochecer, se me habían acabado los pasos y las expectativas. Así que regresé.

Una veintena de policías y peritos habían acordonado el acceso a mí calle. Tuve que identificarme, comprobar que vivía allí para poder pasar no sin antes responder a ciertas preguntas, como si había visto algo o a alguien raro. El recuerdo de la monja mirándome a mí y a mi puerta me dejó mudo.

—Nada oficial, no vi nada raro.

Observé por la ventana de la sala durante unos minutos, y cosa que nunca hago, decidí salir a la tienda de la esquina para enterarme de algo que me hiciera olvidar mi tragedia.

La vecina del ochenta y cinco —que siempre sabe todo— estaba comprando leche y pan para sus hijos. Ella fue la que me dijo que, al cuerpo del bebé de los Velarde, le faltaban sus manos.




martes, 13 de enero de 2009

Pájaro errante


Me asomé dentro de ti…
Llovía cenizas negras
Sobre un paraje despoblado

Recorrí tus cuartos agrietados
Me estacioné en un balcón enmohecido
A fuera
Eras un paisaje pintado a mano
Desierto

Dunas blancas y sin viento

Mis ojos lamentaron
La estática de tu ser
Espejismos de otros tiempos
Sin piedras mojadas

Derrumbé tu arquitectura
Y recogí los escombros con mi piel

Días y noches enteros
Moldeé una figura de bronce

Esculpí un pájaro errante
Con alas de hierro
Y el fuego en los ojos

Surgiste con la fuerza
De un pleroma recién nacido

Te erguiste

Sacudiste con el peso de tus alas
El polvo de cien años

Y volaste muy alto
Volaste tan lejos de mí.

viernes, 9 de enero de 2009

Puede ser


Puede ser que un día nos cansemos de buscar los significados de esos sueños que nos despiertan con los dientes apretados, bañados en sudor, desconcertados, tal vez con miedo; y que nos afanemos impávidos a la acción mecánica de nuestros cuerpos somnolientos, conduciéndonos por la vida sin más interrogantes ni sobresaltos, sin sorprendernos; sólo esperando que transcurra eso que ignoramos.


¡Morir será la espera en secreto y en silencio!


-Para algunos ya lo es-


Puede ser entonces que el mundo onírico que hasta ahora nos ha trastornado, se resbale líquido en un techo de dos aguas, y dentro de nosotros, quede seco el propio árbol de la vida; sin mitos, ni sueños…


-Y nadie pregunte nada-


Puede ser que el destino quede absuelto de los contratiempos, que el azar evapore ciertas dudas, o todas, o ninguna, pero así nos conformemos, pues vivir será sólo un golpe de suerte.


Puede ser también que llegado el momento resignemos nuestras ansias al sonambulismo, cerrando las puertas que conducen a los abismos, que tantos y tantos hombres intentaron trasgredir, muriendo en el intento.


¡Qué vidas tan emocionantes la de aquéllos que tanto contemplaron!


Imágenes reales buscadas con impaciencia, a la intemperie y en el momento exacto en que el sol y la luna se tocaban los hombros. Esos hombres tan antiguos que no limitaron a pulgadas la inmensidad del mar, ni fijaron su mirada a la presunción de pantallas planas, pues se inventaron el tiempo para sentarse en el portón de su casa a beberse las tardes, teniendo como espectáculo el universo de estrellas y un molino de viento.


Otras cosas preocuparán a la raza que seremos —el costo de una madre sustituta o el precio de un perro robot— la poesía, será la primera enfermedad erradicada por los gobiernos que piensan en el bienestar de la humanidad. En México por ejemplo, nos enseñaran a actuar decentemente, con masivas dosis de La rosa de Guadalupe y Central de Abasto. El mismo hombre ahogará sus preguntas e inconformidades con el nudo de su corbata o con La Familia Peluche.


¡Y el umbral multicolor quedará oscuro a los ojos futuros!


A nadie le importará acercarse a la raya, pues tan sólo habitarán:

Niños ciegos

Niños mudos y expertos en controles electrónicos

Raza humana programada para ejecutar

Conectados siempre a la misma corriente que sólo fluirá

En un circuito cerrado dónde todo está resuelto y formateado.


Puede ser entonces que nadie insista en los misterios, que se derrumben pirámides viejas, museos inútiles, y se construyan en su lugar campos militarizados, centros de clonación masiva y empresas productoras de vegetales.


Y así, un sólo conclave de elite será el que murmure entre dientes sobre ciertas cosas que los demás no deberemos saber, y entonces…


¡Ellos elegirán el pan y el vino que debe probar la humanidad!


Puede ser que el hombre llegue a tener una vida tecnológica resuelta, pero con tanto vacío en la cabeza, que pesará demasiado y andaremos encorvados.


Tan abajo…


Que será necesario -otra vez- caminar cómodamente con cuatro patas.