martes, 2 de junio de 2009

UN SUEÑO (Inicio de novela)

Ciudades nocturnas, de Paul Delvaux



Lo recuerdo con claridad. Estaba parada bajo un cielo sin profundidad, con nubes bajas y largas como fumarolas que trasparentan los rostros de los que están arriba gritando; observando al mundo o deseando estar en él.

Hasta que descubrí mis pies al filo de una alberca ovalada de azulejos blancos, mientras trataba de calcular la profundidad de mi salto. El fondo no se distinguía y el sol se me pegaba en los contornos del traje de baño. En el otro extremo de la alberca dos hombres sobresalían del agua como cortados por un frágil vidrio de la cintura para arriba. Conversaban mudos mientras se protegían la piel bajo las ramas de una bugambilia que abanicaba rítmicamente sus cabezas.

El silencio dominaba el medio día. Veo que los hombres movían las bocas groseramente y sin embargo no lograba oír nada; pero tampoco me importaba mucho. El agua me hipnotizaba, me atraía como un vaso de whisky a un alcohólico. Asistiría al gran encuentro como si mis pies fueran a ser lavados por primera vez. Caminé. Los hombres por fin me miraron con ojos curiosos; como si esperaran lo que estaba haciendo y al mismo tiempo hiciera algo fuera de este mundo. Yo no podía saber que el agua se enfriaría removiendo los recuerdos de mi pasado; me pregunté ¿quién era y qué hacía allí? Pero esa lucidez era artificial o de una manera que todavía no conocía, porque cuando crees que te habita el inconciente se vive desde cualquier plano de la realidad dejando de ser; o siendo quien sea.

Por un momento me sentí observada hasta en el leve aleteo de mis fosas nasales y en la dureza de mi quijada. Descendí dándoles la espalda a los hombres hasta que el agua, cada vez más helada, me envolvió hasta el pecho. Bajé un escalón más hasta sentarme en la boca de lo que parecía un tobogán que nacía en lo profundo del agua. En la estructura de cemento, mi espalda quedó en dirección al precipicio y me resbalé lentamente. Me asustó no tener el control de mis movimientos —o que ya no quisiera controlarlos— estaba atrapada en la gravedad del líquido sin saber a dónde iba; pero al menos podía respirar.

El tobogán era como un túnel oscuro por el que descendía circular y rápidamente sin oponer resistencia. La oscuridad fue interrumpida por algunos flashes de imágenes brillantes e irreconocibles a primera vista, pero poco a poco la pulsación de las luces duró cada vez más hasta que quedaron encendidas permanentemente, así podía distinguir mejor las formas. Algunos eran cuadros multicolores parecidos a los vitrales de las iglesias. Otros eran como mosaicos de colores fuertes.

Mis ojos se llenaron de un morado intenso, de un rojo sangre, de amarillo y otro tanto de verde. Los colores se extendían en líneas discontinuas y sin forma, pero aún así, me provocaron una emoción que hizo palpitar mi corazón aceleradamente. Tuve la sensación de que cada color era un tramo de mi vida e incluso, que en ellos estaba la vida del mundo. Tuve miedo, no supe en realidad si se habían apagado los colores, pero yo quedé a oscuras otra vez durante las dos últimas vueltas.

Me acercaba a una gran boca que me succionaba con fuerza; supe en ese momento que la caída era inevitable. ¿Dolerá? alcancé a preguntarme, pero antes de responderme desemboqué.

Abrí los ojos inmediatamente pero era como si observara a través de la lente de un microscopio, pues solo veía burbujas diminutas entre los rayos del sol que se filtraban bajo el agua. Por un momento sentí que debía subir por donde había llegado pues si me dejaba arrastrar por la turbulencia ya no habría forma de regresar, pero el túnel por dónde había descendido ya no estaba. ¿Había estado alguna vez? Cuando por fin reinó la calma, me dí cuenta que estaba en el fondo de la alberca y entonces comencé a flotar hacia la superficie como un globo. Durante el ascenso miré con incredulidad que mis pies eran más pesados que el resto de mi cuerpo y mi cabello era como una medusa succionando mí rostro.

Cuando todo se detuvo, el aire cálido del exterior acarició mi espalda húmeda. No podía moverme, intentaba volver la cara al exterior y nadar hacía una orilla sin conseguirlo. Agité mis brazos con desesperación, mis piernas; todo mi cuerpo, o al menos eso creía yo que hacía, pero el agua permaneció en absoluta calma y mi cuerpo también.

Los minutos pasaron con una quietud abrumadora; estaba allí, flotando a la vez que respiraba, conciente de mi condición infrahumana, sin poder gritar, sin ser dueña de mí.

El tiempo dejó de extenderse y no supe si fueron veinte años o un minuto lo que había trascurrido. No sabía si era mentira mí cuerpo y todo lo que me rodeaba. Alcancé un estado etéreo, confuso; experimentaba un sueño tan real, o eso creía.

En algún tiempo allá afuera, oí el aullar de una ambulancia y los pasitos apresurados de hombres diminutos que balbuceaban cosas sin sentido. Uno de ellos se lanzó pesadamente rompiendo la quietud del agua que sacudió mis extremidades y mí cabeza sin ritmo, nadó hasta mí y sostuvo mi cuello fuera de la alberca. Sí, allí estaban el mismo cielo y la misma bugambilia. Podía verlos como una imagen que se ve detrás del agua o era toda el agua que estaba dentro de mis ojos.

Supe que el cuerpo no obedece a la voluntad en el gran espasmo onírico, así que dejé de luchar en vano. El filo de la alberca raspó mi costado izquierdo cuando me sacaron del agua esos hombres que tenían urgencia de ser héroes, y al depositarme en el suelo el pasto me picó las piernas. Tuve la certeza que ése frío que sentí mientras mi piel húmeda se secaba con el viento vespertino, era el mismo frío de cuando salí de un vientre que no recuerdo. Algo le sucedía a mi boca, a mis huesos, a mis pulmones, algo que hacía que me abandonaran o que yo saliera de ellos, que dejaran de ser míos; pero aún lo son.

Los hombrecillos se fueron echándome miradas de desaprobación cuando cogí una granada abierta y me la llevé a la boca para apagar una sed que crecía. Me sentí tan vacía, tan sola, pues aunque no sabía qué era, supe que se habían llevado algo mío; algo que ya no podría recuperar pues no sabría a quién pedírselo.

Me levanté. Tambaleante caminé hacía la casa que estaba al fondo del jardín. Era hermosa por fuera, parecía un chalet suizo perfectamente bien cuidado. Había dos puertas de madera, una más ancha que la otra, pero estaban cerradas; las ventanas también. Necesitaba conseguir urgentemente algo de ropa, ni siquiera me había provisto de una toalla para cubrirme después del chapuzón.

Regresé decepcionada al borde de la piscina, el sol iba cerrando su ojo entre las nubes grises, el zumbido de las ramas de los árboles atraía a los pájaros a sus nidos y el pasto poco a poco cambiaba de color nocturno.

Todo se había vuelto abstracto en ese lugar denso de tanto aire, y aún así, el entorno era cada vez más estático; inerte. Nunca me había sentido tan desarraigada del piso y del aire como ahora. Abandonada por mí misma. Necesitaba saber cosas, ahí descalza, pues tenía la certeza que en ese lugar estaban todas las respuestas, pero mi cabeza estaba hueca y no atiné a formular ninguna pregunta.

La mancha negra en el cielo se extendió por todo el horizonte. Con los pies arrugados caminé por unos rectángulos de concreto mientras una que otra piedrita suelta se incrustaba en mis plantas. Me alejé de ese lugar estacionado y mudo en busca de mi tiempo y de mí espacio, estaba segura que andarían buscándome, querrían saber si estaba bien y por qué salí sin ellos, pero no tenía respuestas para quien me fuera a preguntar.

Llegué a una calle ancha, parcialmente iluminada por algunos faroles viejos que no habían dejado de funcionar del todo. Un buen tramo anduve sola, pero después rebasé a otras personas que caminaban más lento que yo. Primero alcancé a una mujer mayor que cargaba una gran joroba entre el cuello y el omóplato izquierdo, los pies le sangraban y sudaba cansancio, cuando estuve a su lado me miró sin dibujar expresión alguna en su rostro. Después alcancé a un niño como de once años que traía puesto unos auriculares, al verme infló los cachetes y cerró los ojos unos instantes para después bajar la mirada y concentrarse en un aparatito que sacó del bolsillo de su pantalón. También rebasé a otras dos personas que ni siquiera voltearon a mirarme, pues iban abrazadas, mirado el suelo y murmurándose palabras inaudibles a mis oídos.

La calle terminaba justo en la entrada de un edificio muy alto. Era una construcción antigua hecha de ladrillo quemado y que en su parte más alta tenía forma de estupa muy bien iluminada. La puerta era de un vidrio transparentísimo y se abría sola apenas nos acercábamos a ella. Algunos de los que llegaban a la entrada daban media vuelta y comenzaban la marcha de regreso —así lo hizo la anciana de pies sangrantes que apenas llegó y emprendió el retorno como si fuese una costumbre o una tarea—, otros entramos sin dudar.

El pasillo principal estaba atiborrado de gente ensimismada en su trabajo. Hombres y mujeres entraban y salían de los cuartos cargando objetos que les eran indispensables para sus labores. Las lámparas de halógeno parpadeaban en el techo escarapelado amenazando con apagarse. De cada habitación salía un bullicio de diferente intensidad: en uno podía oír murmullos, de otro salían voces, gritos en el del fondo, y en el cuarto de enfrente se escuchaban lamentos de dolor. Era como si las personas estuvieran clasificadas por la intensidad con la que se expresaban. Dentro del caos había un orden lógico para los que allí permanecían, pues actuaban con naturalidad, sin embargo, yo tenía la sensación de que en el sótano el tiempo trabajaba a marchas forzadas, girando la gran rueda a cada latigazo que le tiraban en la espalda.

Todos los que habíamos llegado casi al mismo tiempo estábamos desconcertados, sin saber qué hacer o hacía dónde seguir. Me recargué en un muro que dividía dos cuartos cerrados y observé por algún rato. Poco a poco, las personas que estaban conmigo fueron entrando a las distintas habitaciones por decisión propia o al azar —no lo sé— pero lo que sí sabía era que nuevamente estaba sola y fuera de lugar.

Por fin se presentó la oportunidad de indagar algo más de lo que veía; una mujer alta y rubia por decisión propia, salió de un cubículo a pasos lentos, mirando de reojo a las personas que continuaban entrando al edificio a cuenta gotas. Sonreía complacida al ver que se introducían en algunas de las habitaciones, como si eso le garantizara el buen funcionamiento del lugar. Me acerqué a ella levantando la mano derecha para llamar su atención; enseguida, ya estaba junto a mí. Entonces, la falsa rubia me sonrió como la amiga que ha esperado por horas a la impuntual que nunca llega temprano; me miró de arriba abajo y sentí vergüenza por el gesto compasivo de sus ojos, o tal vez por el charco de agua que se había acumulado alrededor de mis pies. Te vas a sentir mal si no te secas y te vistes pronto —me dijo, preocupada—. Me irritó mucho su recomendación, pues en ese momento lo que menos me importaba era enfermarme; pero al mismo tiempo, su observación sacudió la inconciencia de mi sueño: otra vez flotó dentro de mí la lucidez y me percaté que estaba extraviada en un lugar al que no sabía para qué había ido, pero sí tenía la certeza que encontraría algo que me había sido arrebatado en alguna hora del día.

Aquí está Julieta de los Monteros —siguió hablándome mientras consultaba una lista que extrajo de la bolsa de su chaqueta—, sí, está en otro piso. Vamos, te llevaré de una vez ahora que puedo.

Mientras caminábamos hacía el final del pasillo los gritos se volvían cada vez más insoportables, pero sólo para mí, pues la rubia parecía estar muy habituada a semejantes sonidos. Doblamos a la izquierda por otro pasillo más angosto que el anterior y pasamos por un cuarto abierto, atiborrado de personas que estaban en absoluto silencio mirándose unos a otros con total indiferencia. Nuevamente llegamos hasta el final del pasillo y allí abordamos un elevador. Tienes suerte de que esté abierto —Me dijo— otras personas han esperado muchas lunas para subir.

Comenzamos a ascender lentamente y yo no atinaba a decir nada. Esperaba que ella dijera algo más pero no lo hizo. Íbamos por el piso dieciocho y yo comenzaba a sentir como me invadía un calor que entraba por mis pies descalzos y llegaba hasta la mitad de mis muslos. En el piso cuarenta y nueve ya estaba yo sudando del cuello; por fin bajamos en el piso sesenta.

Casi adivino que recorreremos la estancia de forma circular y poco iluminada, a diferencia de la planta baja, aquí todo estará en calma absoluta. Avanzaremos por una gran habitación abierta donde poco a poco iremos perdiendo la visibilidad. Nos detendremos en la puerta con forma de arco donde a través de sus contornos se filtraran destellos de luz. Antes de abrir la puerta la mujer acaricia mi cabello.

En realidad eres muy delgada y frágil. Pero nunca somos lo que aparentamos, ya lo verás —me dijo— Mientras más rápido te reconozcas y lo aceptes será mejor para ti.

Entramos sin mucha prisa, ella primero y después yo, alcanzando su mano que ella me ofreció en un gesto amigable. Nos dirigimos hacía una mesa y sin más preámbulo me descubrió a mí misma.

Era un bulto grande, ancho y prominente, cubierto por un plástico delgado parecido al látex del cual se deshizo, destapándolo con un movimiento ágil lo dejó caer hacía el otro lado de la mesa. Lo que vi no me decía nada y la rubia lo notó.

Entonces dijo: “eres tú, Julieta de los Monteros. Esto es lo que has venido a buscar hasta aquí, lo perdiste hace tres días y te ha costado mucho trabajo volverlo a encontrar”.

Todavía en este punto creí que iba a despertar en algún momento, me sentía hasta el límite de mi capacidad perceptiva y comenzaba agotarme. Pero el sueño seguía y yo quería seguir viviéndolo, sin embargo, lo que tenía en frente no podía ser yo; era una broma del subconsciente.

Sobre la mesa estaba una mujer desnuda con más de sesenta años encima, pesaba arriba de cien kilos distribuidos principalmente en el pecho y el abdomen en grandes lonjas, su piel morena estaba llena de jiotes y de paño, y su cabello canoso estaba grasiento.

¿Cómo hago para despertar?, ¿Cómo regreso a mi vida? —Quise preguntar— pero antes de hacerlo surgieron otras preguntas: ¿Cuál vida?, ¿Qué dejé de vivir?

Todo indicio de que estaba soñando se desvaneció por completo.

“Porque cuando crees que te habita el inconciente se vive desde cualquier plano de la realidad dejando de ser; o siendo quien sea”.

Las cosas cobraban sentido de golpe, había recorrido mi propia muerte creyendo ser otra persona. Cuando por fin lo acepté comencé a sentir una dualidad corpórea pues igual podía ser ella o podía ser yo en el momento que quisiera.

Ahora sé que hubiera deseado ser más “yo” que “ella”, pero eso ya no importa, porque después de todo, las dos estamos muertas; yo, realmente morí hace mucho y ella, tan sólo hace tres días.

¿Vine a su encuentro para completar con su muerte un tramo de mi vida? ¿O soy yo quién está completando su muerte?

Ambivalencia; preguntas a la nada. Así fue como inicié los doce días de mi transición.