viernes, 7 de enero de 2011

Sequía


Esa mañana del 24 de diciembre el frío era como un cuchillo de hielo que me partía la cara, mientras esperaba que la cubeta se llenara a cuenta gotas. Debía llenar tres. Imposible con la miserable ración de agua que se nos permitía almacenar nada más entre las seis y las nueve. Después de esa hora la tubería se volvía seca y oxidada, sin esperanzas de exprimirle chorro alguno.

―No va a venir, convéncete ―le dije a Ita, frotando mis manos enfundadas en esos guantes que encontré a buen precio en el tianguis de San Agustín.
―El cielo se ve cuarteado. Va a arreciar el frío ―me dijo ella, sin hacer caso a mis palabras; con la mirada puesta en el vasto horizonte que enfrentaba nuestra choza cada día.

     Las cartas llegaban muy puntuales al principio, cada fin de mes. Al cabo de un año recibíamos a lo mucho una cada tres meses, hasta que nos acostumbramos a las tarjetas de cumpleaños solamente: una para Ita y otra para mí. Inesperadamente, a finales de noviembre y sin ser cumpleaños de ninguno de los dos llegó aquella en la que nos anunciaba que vendría para Noche Buena.

     Ya era Navidad: un pollo rostizado se quedó completito en su bolsa de papel estraza, aguardando ser el banquete de su recibimiento. Un manjar digno después de cuatro años de no verla, pero nuestra madre no llegó.

     Ita aún tenía esperanza que de un momento a otro apareciera su figura subiendo la loma. Tal vez no encontró camión, decía, cuando yo pensaba que era lógico que mamá no quisiera regresar a la pobreza de nuestro pueblo, de nuestra casa. Lo que no estaba bien era que jugara con las ilusiones de mi hermana, pues yo desde que se fue, vi en sus ojos la mirada sin retorno.

     Cerca de las tres de la mañana y con las mejillas mojadas, Ita se fue a dormir. Me dijo que era el vapor de la olla con el ponche hirviendo, pero yo sabía que le escurría el llanto cuando se encontraba de espaldas removiendo el líquido sobre el anafre.

     El recuerdo de Ita es plomo en mi conciencia. La veo con su capucha verde y la chamarra negra sintética que se compró, con los últimos veinte dólares que le mandó mamá en su cumpleaños. Recargada sobre los troncos apolillados que sostenían su fiel espera. Con su mirada puesta quizá ya en otro lado. Hoy que cumple sus dieciséis, y a un año de que ella también se fue quién sabe con quién. Entre tanto yo sigo llenando las cubetas con el miserable chorro de agua que nada más me visita de seis a nueve de la mañana.

Imagen tomada del blog Las Historias de Alberto Chimal.