sábado, 9 de junio de 2012


I

Ya sólo soy un dolor en los huesos. La frialdad de una sangre que circula sin ganas. El espasmo de unas vísceras huecas. Soy falta de aire. Anginas inflamadas.

He dejado de caminar por la calle desde hace tiempo. Me niego a arrastrar los pies. Me da miedo bajar la banqueta con estas piernas flácidas que cada vez soportan menos. Miro la otra esquina como se mira una lejana estación de tren, nebulosa y solitaria. Nadie me espera del otro lado.

Es difícil vivir en una ciudad que no se recuerda. Donde hasta la propia sombra parece un extraño. Hemos imitado con las calles al laberinto de Dédalo. Escondido en alguna parte está el monstruo.

Sabrán que enfermé por la falta de fuego. Por las brasas extintas que sedimentan  mi sangre. Por el humo tóxico de los recuerdos que me asfixian y me provoca este ardor en los ojos.

Ya la cama contiene mi forma porosa y tiesa. La forma última de los cuerpos moribundos. Es molesto que alguien abra la ventana para que se cuele el aire fresco, cuando lo que yo deseo es ahogarme.

Espero que el techo pronto se desplome sobre mí. Cuando por última vez cierre los ojos. O quizá se me queden abiertos, y los polvillos rojos del otoño sea lo último que vea. Que sobre mí caigan, que me sepulten…

Me ha dolido la cabeza, el hígado, el corazón. Desde el día que miré por la costura de mi cuarto, un virus me contagió de muerte. Me infectó las ganas. Deprimió mis defensas vitales. Atacó mi risa.

Dicen que sea optimista, que soy joven, que voy recuperándome. Y yo sé que mienten. Que me transformo en nada, que unas manos me están pulverizando…