sábado, 16 de febrero de 2013

Insomnio





Hay noches en las que uno no duerme nada. No se puede dormir porque la mente y el alma requieren estar alerta. Se resisten a apaciguarse, a sumergirse en ese remanso que ofrece el sueño.  Imágenes, recortes del pasado muy pasado, o del pasado reciente, nos obligan a dialogar con las acciones que ya se cometieron, se hubieran cometido, o se dejaron de cometer. El mismo análisis sucede con las palabras dichas, con los silencios… Lo anterior, enfocado a la situación actual en lo que nos encontremos,  buscando el porqué, en vez del para qué.

Del tamaño del insomnio es la catarsis, tan dolorosa como necesaria…

En el insomnio más sobrado, las horas se cuentan en minutos que se extienden hasta tantear la puerta del diablo más fecundo.  Uno no necesita tocar para acceder. El anfitrión se anticipa: recargado en el umbral, vestido de levita, con su sardónica sonrisa nos espera. Nos ha esperado siempre, porque sólo él sabía que, tarde o temprano, llegaríamos hasta allí.

Es como si al guión de nuestra vida “alguien” le mandara un “Deux ex machina”, para provocar caos, destrucción, desesperanza, sorpresa, miedo, inmovilidad; uno a la vez o todo junto, según el cambio de tuerca que necesitemos experimentar para aprender. Tan inútil es dormir como querer seguir dormido. Sería en vano el derroche de fuerzas cósmicas si nos empeñamos en impedir la transformación, si pretendiéramos seguir siendo como hasta ahora hemos sido.

Por eso hay noches en que uno no duerme nada. Se visitan los lugares antiguos, se transita por ellos. Se repasa uno mismo y se repasa al otro: al que queremos, al que odiamos, al que necesitamos, del que hemos dependido, al que hemos solapado, al que dejamos ir, al que amamos… El proceso dura tanto como nuestra resistencia. Lo que sí es seguro es que después de aceptar y convivir pacíficamente con nuestra sombra, las larguísimas y oscuras noches se disiparán. Y uno al fin podrá dormir, pero nunca volverá a ser el mismo.

viernes, 1 de febrero de 2013

Las palabras y sus caprichos






Ya es viernes. Toda la semana me senté frente a la computadora para escribir un texto. Se supone que los escritores eso hacemos, sin embargo, las palabras no están siempre dispuestas a producirse en nuestra mente con una secuencia lógica, aunque uno sí lo esté.

Siguiendo indicaciones de los experimentados en estos menesteres, hace un par de años que intenté infructuosamente hacerme de una rutina para escribir por las mañanas. Tal parece que la luz del día coarta mi libertad de pensamiento,  que tiende a sentirse más cómodo y libre en la oscuridad de la noche.

Bajo esa premisa escribí mi primer novela y otros textos que aún intentan ser algo un día. Crear una rutina para escribir sí sirve, obliga a enfocarse, da disciplina, y ayuda a penetrar con más precisión en las atmósferas. Pero ¿qué pasa cuando aún respetando todo el ritual que hemos creado para escribir, las palabras se esconden en esa parte del cuerpo que cada escritor conoce?

Esta semana no pude crear ni un párrafo nuevo de mi siguiente novela. Entonces quise corregir unos cuentos que ya tenía, pero tampoco pude. Las palabras que insertaba en las oraciones no funcionaban y mejor abandoné el intento. Lo curioso era que al  ponerme la pijama, lavarme los dientes, o incluso ya acostada en la cama, las ideas comenzaban a brotar. Las palabras subían a mi cabeza y se agolpaban con un ritmo vertiginoso, exigiéndome que les hiciera caso. Mala hora para que me suceda, pienso. Es un dilema difícil de atender: tratar de conciliar el sueño porque quedan pocas horas para dormir, o levantarse otra vez a prender la máquina. Espero que sea transitorio, o ¿será acaso que el nuevo texto está exigiendo su propia rutina?