Hay noches en las que uno no duerme nada. No se puede dormir porque la mente y el alma requieren estar alerta. Se resisten a apaciguarse, a sumergirse en ese remanso que ofrece el sueño. Imágenes, recortes del pasado muy pasado, o del pasado reciente, nos obligan a dialogar con las acciones que ya se cometieron, se hubieran cometido, o se dejaron de cometer. El mismo análisis sucede con las palabras dichas, con los silencios… Lo anterior, enfocado a la situación actual en lo que nos encontremos, buscando el porqué, en vez del para qué.
Del tamaño del insomnio es la catarsis, tan dolorosa como necesaria…
En el insomnio más sobrado, las horas se cuentan en minutos que se extienden hasta tantear la puerta del diablo más fecundo. Uno no necesita tocar para acceder. El anfitrión se anticipa: recargado en el umbral, vestido de levita, con su sardónica sonrisa nos espera. Nos ha esperado siempre, porque sólo él sabía que, tarde o temprano, llegaríamos hasta allí.
Es como si al guión de nuestra vida “alguien” le mandara un “Deux ex machina”, para provocar caos, destrucción, desesperanza, sorpresa, miedo, inmovilidad; uno a la vez o todo junto, según el cambio de tuerca que necesitemos experimentar para aprender. Tan inútil es dormir como querer seguir dormido. Sería en vano el derroche de fuerzas cósmicas si nos empeñamos en impedir la transformación, si pretendiéramos seguir siendo como hasta ahora hemos sido.
Por eso hay noches en que uno no duerme nada. Se visitan los lugares antiguos, se transita por ellos. Se repasa uno mismo y se repasa al otro: al que queremos, al que odiamos, al que necesitamos, del que hemos dependido, al que hemos solapado, al que dejamos ir, al que amamos… El proceso dura tanto como nuestra resistencia. Lo que sí es seguro es que después de aceptar y convivir pacíficamente con nuestra sombra, las larguísimas y oscuras noches se disiparán. Y uno al fin podrá dormir, pero nunca volverá a ser el mismo.