viernes, 1 de febrero de 2013

Las palabras y sus caprichos






Ya es viernes. Toda la semana me senté frente a la computadora para escribir un texto. Se supone que los escritores eso hacemos, sin embargo, las palabras no están siempre dispuestas a producirse en nuestra mente con una secuencia lógica, aunque uno sí lo esté.

Siguiendo indicaciones de los experimentados en estos menesteres, hace un par de años que intenté infructuosamente hacerme de una rutina para escribir por las mañanas. Tal parece que la luz del día coarta mi libertad de pensamiento,  que tiende a sentirse más cómodo y libre en la oscuridad de la noche.

Bajo esa premisa escribí mi primer novela y otros textos que aún intentan ser algo un día. Crear una rutina para escribir sí sirve, obliga a enfocarse, da disciplina, y ayuda a penetrar con más precisión en las atmósferas. Pero ¿qué pasa cuando aún respetando todo el ritual que hemos creado para escribir, las palabras se esconden en esa parte del cuerpo que cada escritor conoce?

Esta semana no pude crear ni un párrafo nuevo de mi siguiente novela. Entonces quise corregir unos cuentos que ya tenía, pero tampoco pude. Las palabras que insertaba en las oraciones no funcionaban y mejor abandoné el intento. Lo curioso era que al  ponerme la pijama, lavarme los dientes, o incluso ya acostada en la cama, las ideas comenzaban a brotar. Las palabras subían a mi cabeza y se agolpaban con un ritmo vertiginoso, exigiéndome que les hiciera caso. Mala hora para que me suceda, pienso. Es un dilema difícil de atender: tratar de conciliar el sueño porque quedan pocas horas para dormir, o levantarse otra vez a prender la máquina. Espero que sea transitorio, o ¿será acaso que el nuevo texto está exigiendo su propia rutina?

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